


A partir del punto en el cual nos hallamos, frente al Cabo Froward, extremo sur de la gran península Brunswick, el Estrecho de Magallanes tuerce abruptamente hacia el N y luego al NE para finalmente desembocar en el Océano Atlántico sur. Nosotros desoiremos la eterna y sensata sugerencia del estrecho porque llegó un momento clave, una bisagra en nuestra derrota: abandonar la ruta del inmenso Fernando, su puente bioceánico, e internarnos más aún en el Sur. Viraremos a estribor para intimar con las aguas del brumoso mundo del más lejano Sur que existe en el planeta. El Canal Magdalena será la vía de acceso a ese lugar misterioso y gris, con reglas de juego propias.



Como muestra inicial de que realmente ingresábamos a un misterio, apenas habíamos navegado poco menos de una milla del nuevo canal… desapareció el sol. Una nube gris cubrió todo el cielo descabezando cumbres y una bruma casi diluyó el paisaje. Los colores desaparecieron, como si no les fuese permitido ingresar a ese mundo en que la realidad aún depende de esquivos arcanos. Una tenue lluvia nos dio la bienvenida al Canal Magdalena. Poco a poco la sutil bruma se va haciendo más y más evidente. Otro clima diferente.
Nos apuramos en llegar a Bahía Morris, en donde fondearemos a pasar la noche, pues queremos hacer una pequeña modificación en la terminación del refuerzo realizado al obenquillo dañado. Al llegar, fondeamos sin problemas y dejé preparado todo para establecer una segunda ancla si fuere menester.



A las 7h de la mañana siguiente zarpamos. Sin sol y sin lluvia. Todo es silencio absoluto, un silencio en blanco y negro. La superficie del agua parece de vidrio gris. Lentamente el barómetro está subiendo. No podemos creer la buena suerte que tenemos. Hoy nos espera una larga jornada pues debemos hacer no menos de 80 millas hasta la próxima escala. Si todo sigue bien, nos puede tomar unas 12 horas. En esas millas puede cambiar el tiempo varias veces, por lo que hacemos escucha permanente de avisos de temporal. Nos esperan todo el canal Magdalena, el Cockburn, el Ocasión y el Brecknock para llegar a Caleta Edwards. Todos con sus trucos. El Magdalena, por ejemplo, hace una curva cerrada en su protegido recorrido hacia el SE y queda apuntando abiertamente hacia el SW, enfrentando al Pacifico del Sur. De desatarse una tempestad del SW, cosa muy común, no tendremos reparo, ninguna defensa de las inmensas olas que, como en el Paso Tamar, también entrarán sin obstáculos. La diferencia con Tamar es que, si esto sucede en el Magdalena, tendremos costa cerca y si no nos podemos mantener deberemos retroceder lo andado con fuerte mar de popa. Para colmos tampoco hay mucho resguardo de los vientos porque ahora la Cordillera de los Andes comienza a sumergirse, a disminuir de altura.
Como no tenemos alternativa ni solución, no existe ningún problema por resolver, solo desear más de la buena suerte que hemos tenido. Este es el camino y como tal avanzamos. El barómetro sigue subiendo lentamente y eso es muy bueno. En cuestiones de clima, lo que rápido viene rápido se va, por lo que el tiempo debería no empeorar, al menos en lo inmediato y quizá nos dé oportunidad de cumplir con el plan trazado para hoy. Para nuestra sorpresa el Magdalena continúa siendo una piscina y no recibimos aviso de temporal en nuestra zona, en cambio en Tamar y avanzando por el estrecho siguiéndonos los pasos, hay una tormenta de magnitud. En Faro Evangelistas, el arribo de un frente del SW llegó con vientos de 90 nudos y entra directo por la boca occidental del Estrecho de Magallanes. Los frentes fríos del SW avanzan más o menos a unos 30 nudos y como estamos a unas 150 Nm en línea recta de Tamar, en unas 5 o 6 horas lo tendríamos encima. Mejor que se debilite durante el camino antes de llegar… Está claro que debemos alejarnos lo más rápido posible, pero no tenemos viento ni motor confiable. Nuevamente, si no hay solución, no hay problema sino una circunstancia.
Por suerte cruzamos la parte más peligrosa del Magdalena como si camináramos por un parque y mientras cumplíamos con las tareas habituales de a bordo ingresamos al Canal Cockburn sin novedad. No es un canal protegido y con vientos del SW se transforma en un infierno congelado, pero como el barómetro no baja asegurando mal tiempo…¡seguimos con suerte! Sugiero a Fil no continuar hasta el final de este canal sino meternos en el Canal Ocasión pues tiene una muy segura caleta, que ya he utilizado hace unos años, llamada Brecknock, en la que podríamos refugiarnos en caso de necesidad. Así lo hicimos. Esto nos cambia la situación pues el corto Canal Ocasión, con su curioso recorrido de “L” invertida, sí es protegido del mar -además de muy angosto- y por él navegaremos entre dos hileras de montañas que nos defienden perfectamente de las olas y el viento si éstos aparecieran.
Hasta este momento navegamos de maravilla pese a la lluvia y el cielo gris. La naturaleza y el azar nos sorprendió a todos con un nuevo cambio: no sólo salió un sol caribeño, sino que apareció en la curva del Canal Ocasión un hermoso velero negro navegando en dirección contraria. Obviamente ambas embarcaciones nos acercamos mutuamente para saludar. Minutos después la sorpresa de Ferdy y mía no tenía límites, era el MAGO II, el velero de un excelente navegante conocido nuestro, el Mono Damilano, que hace años recorre estas zonas con turistas. A los gritos nos saludamos, dejando perplejos a los invitados de ambos barcos.
Continuamos el canal Ocasión y cuando finalizó caemos a babor, hacia el E, entrando en el Brecknock con mucho sol y calor. Sin viento, sin olas, la Adriática navega plácidamente. El paisaje es alucinante. Los colores han reaparecido y las formas de las montañas desafían cualquier imaginación. Es imposible tener tanta suerte pues estas condiciones de navegación son realmente excepcionales. Pobre “Mono”, él va al encuentro del mal tiempo (1).
Sigue la navegación sin novedad cumpliendo con las rutinas de abordo, pero un rato antes de alcanzar nuestra próxima escala, Caleta Edwards, nos cruzamos con un pesquero muy pequeño, un bote apenas. Con sus tripulantes, muy amables, cambiamos la botella de ron solicitada por un atún, un congrio y una merluza negra. Todos felices. Los tanos estaban fascinados: pescado fresco…sin pescar.
A la hora prevista fondeamos en una hermosísima caleta protegida por montañas: Puerto Edwards. Un cielo celeste casi sin nubes nos protegía. Todo silencio y aroma a plantas. En casi todas las caletas al Sur del Golfo de Penas es común ver la dirección de los vientos predominantes: los arbustos sin excepción, están doblados casi en ángulo recto, en la dirección hacia donde corre el viento. Son banderas vivas que nos indican desde dónde sopla Eolo. De hecho, se los llama “árbol bandera”.
Al otro día, ya navegando otra vez, pasamos por el sur de la Isla Burnt, ya en el Canal Ballenero. Fue en esta isla en la que el Capitán Fitz Roy secuestró a 4 indígenas de la etnia kaweskar y los llevó a Londres.[i] Paramos un rato para hacer unas tomas. Desembarcaron los científicos, Filippo y el cámara.
Aparece una leve brisa tibia del NW. Un oscuro horizonte se nos acerca. Ahora sí, seguramente se nos acaba la suerte. Zarpamos rápido. La idea es abandonar estas aguas lo más pronto posible pues sabemos que a nuestra popa nos persigue el mal tiempo. El canal Ballenero cruza un sarpullido de islas de todo tamaño. Hay que andar con cuatro ojos para no confundir los pasos. Por radio escuchamos los reportes meteo en el Estrecho de Magallanes y no queremos saber nada con eso. Continuamos navegando el Canal Ballenero y a su final entramos al Paso O’Brien, pero ya con lluvia y viento. Nada preocupante, pero como viene con niebla es mejor cruzar este Canal O’Brien cuanto antes pues es muy estrecho.
Es un hermoso y corto canal y en perspectiva, por proa, a lo lejos aparece por primera vez la Cordillera de Tierra del Fuego. Estamos protegidos del viento y la lluvia no nos molesta. La verdad… parece un sueño, venimos escapándole al mal tiempo, que nos quiere alcanzar. El agua sigue sin olas y la Dama Roja está muy ágil. Atrás nuestro, aún en el Canal Ballenero, nos sigue un pesquero de casco oscuro. Se mueve por el viento y las olas y nosotros estamos a salvo.
Antes de finalizar este canal, el pesquero nos alcanza y nos pasa. Nos ponemos a su popa para seguirle la derrota sin problemas. Hay muchos islotes y él es conocedor de la zona. Ya casi estamos en Paso Timbales, que tiene 3 opciones. El pesquero toma la del medio. Nosotros no seremos menos.
Esto no se puede creer… ¡Otra vez sol! Al dejar a la isla Timbal Grande por estribor nos comunicamos con la Alcaldía de Mar de Timbales para dar nuestra posición y plan de navegación. Ningún problema con eso y ahora hacen su entrada en escena ¡los icebergs!



Eso nos obliga a reducir velocidad, no por un problema de visibilidad sino porque tenemos sol en contra y nos encandila su reflejo en el agua y si hay “growlers” podemos chocar contra ellos.[ii] Un rato después comienza a cubrirse el sol. Fue sólo un recreo, pero es mejor que nada. Tiempo después se reduce la visibilidad y entonces voy a proa con prismáticos y una radio para avisarle a Filippo si aparece algún hielo en nuestro rumbo. Hasta ahora pasan por nuestros costados, lo cual habla bien de su buena educación marinera. Más adelante cruzamos una zona abigarrada de ellos, pero le aviso a Fil y con suficiente antelación se hacen las correcciones de rumbo necesarias. Sorteamos todos los pequeños témpanos sin problema.
Al fin entramos en el Brazo NW del Canal Beagle. No habrá más laberintos. Ushuaia está realmente cerca.



Antes de abandonar aguas chilenas, seguimos recibiendo sorpresas: un paisaje de otro planeta, con cascadas, glaciares, caletas, montañas… Cruzamos el Glaciar Garibaldi de un tamaño monumental. Los hielos eternos, de varias tonalidades de azules y celestes nos miran desde muy arriba nuestro. La Cordillera recobró su altura y hay que mirar hacia arriba para abarcar todo el espectáculo. Se nos vienen encima los hielos. Esa es la expresión correcta. El Garibaldi es un famoso glaciar, pero nos espera el premio mayor, el Glaciar Italia, una verdadera fábrica de pequeños témpanos que entrega al Canal Beagle. Este glaciar es decididamente alucinante e insuperable.
Arriba, el glaciar comienza a agrietarse. Las grietas, onduladas, azules y paralelas, siguen más o menos el perfil de la cumbre de la cordillera. Luego se van espaciando conforme se acercan al nivel del agua, para luego romperse en mil pedazos que flotan a la deriva por el canal de deyección de los témpanos. Lenta, segura y peligrosa, esta procesión de blancos monjes llega a las aguas del Canal Beagle. Una vez en él, los hielos forman una fila perfectamente ordenada, que se desplaza lentamente hacia el E impulsada por la suave corriente. Por suerte, pasamos a unos buenos 200 metros de ellos y se ven claramente. No quiero ni imaginar siquiera que tengamos que navegar de noche en este lugar.



Miro hacia popa y lo que veo me supera. La perspectiva del Canal Beagle, la fila de montañas e islas que dejamos atrás. Los rayos de sol que se cuelan entre los pocos agujeros que tienen las nubes parecen dedos de luz de una mano gigante que nos busca. Nuevamente el fenómeno de los chubascos que vienen en “quantums”. El juego de luces, brillos, grises y azules es imposible de describir.
Debemos llegar a la última caleta chilena en que pasaremos la noche; Caleta Olla. Según el mapa, ésta ofrece una perfecta protección y así lo apreciamos al arribo: no en vano había 4 veleros fondeados en ella.
Bajo la lluvia hicimos nuestra maniobra y luego todos nos metimos adentro. Ya anochecía. Por radio llamo a Julio Brunet, del “UNICORNIO”, un gran navegante argentino residente en Ushuaia para avisarle que al fin, luego de tantos meses, arribaremos.






Al medio día siguiente, zarpamos bajo la lluvia. Se me acerca Filippo y me saluda, dándome la mano: hemos llegado a la latitud máxima de nuestro viaje: 54º 58’3 S. Me conmovió el gesto y el motivo: será que a partir de ahora comienza nuestro regreso? Sin embargo, sospecho que aún llegaremos algo más al S de esta posición, quizá cerca del fin del Canal Beagle. Al rato del zarpe, el sol, como jugando a las escondidas con las nubes, aparece y desaparece iluminando aleatoriamente a glaciares, montañas, bosques. De vez en cuando, aparecen pequeños arcos iris y los tomo como que son fuegos artificiales de despedida que, a su manera, nos hacen los canales chilenos que tan bien se han portado con la Adriática.
La latitud del fin del mundo
Conforme se sucedía este largo “bajar aguas” entre los canales, esporádicamente fui preguntándome dónde comienza, dónde está, ¿qué es el “fin del mundo”? ¿Cómo sé si he llegado? Esta cuestión emerge porque creo haber hallado otro “fin del mundo”, uno íntimo, diverso al meramente geográfico. Quizá emergentes del tiempo que tuve para pensar, especialmente durante las guardias nocturnas tranquilas, mis pensamientos fluyeron libres y medité sobre ciertas cosas de la y mi vida.
El “fin del mundo” al que me refiero no aparece donde obligan los mapas ni tiene una absurda frontera norte cruzada la cual “se llegó” a ese Sur máximo. No hablo de ese punto del planeta desde el cual, no importa la dirección, siempre se mira o camina hacia el Norte sin otra opción.
Este extraño lugar al que pretendo dar y darme forma comprensible porque aún carezco de ella y en el que -en el lugar donde me encuentro navegando- conviven recuerdos de lejanas emociones con blancas geografías que presagian inapelables fríos, este extraño lugar decía, no comienza inmediatamente después del agónico resplandor del último faro. Al fin del mundo que refiero creo que llego cuando siento que el resto de la humanidad y todas las consecuencias de su existencia, no está con ni en mí. Imagino que, si llegué a éste lugar, súbitamente me percataré que soy fin del mundo, ignorando exprofeso lo que me indican esos útiles números a los que llamo “latitud”.
El Sur cartográfico nace con nuestra conveniencia de ordenar la inmensa media realidad planetaria que faltaba y jibarizarla a una representación plana gobernable sobre una mesa, de tal suerte de poder controlarla luego.
El otro Sur, el mío (¿quizá el tuyo también?) se apodera de mí de a poco, con leves mordiscos que me van quitando cosas cotidianas que me parecían inmutables e imprescindibles. Comencé mi viaje portando la viruta de civilización a la que me tocó pertenecer. Un celular inútil, un ordenador que molesta cargarlo, una cámara de fotos que promete vivir nuevamente lo mismo, pero es incapaz de fotografiar todo lo que veo y nada de lo que siento.
Bajo con las aguas e inevitablemente percibo que poco a poco esos periféricos de lo humano que hay en mí -y en vos- van cayendo como pétalos secos. Atónito, un buen día descubro que ni la fecha sé. Algunos lo tomarían como una inocua distracción. Yo pensé que “estoy en ruta” y confirmo aquello de si no te importa, no estás perdido.
Hace unos días alguien me preguntaba si podríamos navegar un poco más cerca de la costa para intentar “recibir señal”. Esa pregunta delató que aún no había llegado a su Sur, ni al Sur pese a que ya estaba dentro de éste. En su Europa natal, estar cerca de la costa significa tener internet y al universo en cualquier yema. En las costas patagónicas no.
Envolviendo con nuestra estela ese perímetro fractal devenido acantilado, montaña o suave colina, al mirar hacia la costa sólo percibo una nada que separa -con centenares de millas de frío- a los pocos asentamientos costeros encerrados entre las sombras de albas y ocasos escondidos, hartos de vientos y aguas nieves. En estos sures enjaulados entre paralelos y meridianos, ratifico que la señal de teléfono es un trébol de 5 hojas. El otro Sur que quiero explicarte, el de mí/tu fin del mundo, no presenta ni padece esos síntomas y el “resto del mundo” no es sino una necesaria alucinación, un último salvavidas de raciocinio.
Un viaje al Sur fotografiable en cierto sentido es un viaje a ese pasado carente de lo que hoy llamamos “área de confort” y es justamente eso, esa sensación de desprotección que se percibe, lo que hace terriblemente magnético al mundo austral porque nos asecha constantemente a que en cualquier momento debamos hacer algo para sobrevivir.
Viajo con europeos. Un cielo completamente diferente desconcierta al viajero oriundo de las áreas boreales. No va a hallar su estrella Polar, único faro fiable que guió conquista y comercio, madre de todos los viajes de aquellos navegantes. Casi cómicamente, el Sur geográfico de los viajeros, el de los mapas, fue concebido por obra y gracia del… Polo Norte. Desde allí, cualquier movimiento es hacia el Sur. Obvio.
Entendido esto, vemos claro que en aquella mitad del planeta llamada “boreal” hay estrella Polar y en la mitad “austral” no la hay. No hay mamá evidente en el cielo austral. Hubo épocas en que cuando la estrella Polar se escondía bajo el horizonte abordo embarcaban los horrores, los fantasmas del mar, la desesperación por el regreso a los cielos conocidos que nos regresarían a buen puerto. La Polar era, así, una certeza, el borde de la piscina en la clase de natación.
En cambio, la única certeza que ofrece el sur “austral” es… que no las hay. A uno lo espera la soledad o quizás un monstruo peor, mezcla de dioses y demonios: uno mismo.
Ese desconcierto cósmico, esas nuevas constelaciones, tomarán las manos del viajero del Norte y lo llevarán, lentamente, a caminar hasta el sur del Sur. Como leemos en las narraciones de los conquistadores y exploradores, también este viajero moderno caerá de rodillas cuando autoperciba su nanotamaño al sentirse tragado por extensiones ilimitadas. Poder hartarse de cordilleras, planicies infinitas, o navegar aguas que prometen que detrás de ellas sólo hay más, sin ver algo o a alguien, no es algo a lo que, como especie, estemos acostumbrados. No somos ralos “por default”.
Incorregibles descontentos con lo recibido, con el tiempo hemos creado un ingenioso mecanismo para inventarnos un clon, leal gemelo astronómico de la estrella Polar, un centro “virtual” del nuevo cielo austral. Un centro hijo de la Cruz del Sur y portador de eterna tranquilidad para todos -otras rueditas traseras de la bici- excepto para quienes sospechamos la existencia del otro Sur. Del Sur que te hablo con la certera duda de haberme hecho entender.
Quizá una o dos veces haya llegado a mi Sur, cuando en una fría playa de piedritas grises, o desde una proa, hube mirado en derredor y sentí que no hay nada más, como si enfrentara a una puerta abierta a un planeta vacío. Sospecho, apenas, haber llegado a mi Sur cuando he creído -por un instante- que delante de mí no habría más y que en mi estela sólo dejé recuerdos que se alejan, meros Lázaros a quienes cada tanto resucito por necesidad.
En este tipo de viajes a vela se aprende que la soledad puede -o no- ser una excelente compañía, según qué demonios y dioses tengamos engarzados en el alma y a cuáles decidamos alimentar. En una noche cualquiera, al ancla en una negra caleta, podemos ir a cubierta y abandonar dentro del barco nuestra sucursal de humanidad. Oiremos un silencio nuevo, condimentado con la certeza de que no hay nadie en kilómetros. Sentiremos una mezcla de sensaciones opuestas. La sorpresa ingenua ante esa magnificencia oscura dará rápido paso a la percepción de que a quien amemos está en otra galaxia y no sabrá que los pensamos. Esa sensación vendrá mechada con un poco de angustia, de frustración, de nostalgia, de necesidad de que esté a nuestro lado porque queremos compartir con ella esta recién asida nada, aunque el precio a pagar por esa deseada compañía sea la instantánea destrucción de esa ubicua nada. Y así, solos, ubicar en calma perspectiva aquellas nimiedades consideradas importantes y por las que hemos blandido espadas. Quizá estar en cubierta, en el centro mismo de la fría tiniebla y sentir toda esta unánime incertidumbre también sugiera haber llegado -o rozado al menos- al propio fin del mundo. Así lo pienso porque así lo he sentido.
Mi íntimo Sur no es un lugar indicado por un matasellos postal, ni un área de mapa limitada por una línea que nada sabe de mí. Intuyo que lo encontraré en cualquier momento y lugar donde me anime, despojado de todos y de todo, a sentir que soy y dejaré de ser y aun así, arrastrando esa pesada certidumbre intente dar un próximo paso.
Mi fin del mundo puede tener cualquier latitud, pero un viaje largo por estos parajes sugiere que pueda cortarme la proa en cualquier instante. Pueda y sepa yo permitirme recibirlo.
Faltan muy pocas millas para arribar a Puerto Navarino, frente a Ushuaia. Continuamos cada vez con más sol y a eso de las 2 de la tarde por los prismáticos veo un velero blanco, muy escorado, frente a la única ciudad argentina que está del otro lado de la cordillera. Por radio recibimos un llamado. Es Julio, navegando en ese velero con su sobrina al timón. Él nos ve perfectamente y nos dice que el casco rojo de la Adriática es bellísimo con el fondo celeste del cielo. Nos saludamos cordialmente y no puedo evitar un nudo en la garganta porque entraré a mi país por su tranquera más bella: Ushuaia.
A media tarde fondeamos en un verdadero paraíso: Puerto Navarino, último puerto de Chile para nosotros. Las autoridades nos recibieron con la amabilidad de siempre e hicimos los papeles de arribo sin problemas.






Estamos hambrientos y comimos una “five o’clock polenta con pollo” que estaba deliciosa. Luego de comer, algunos bajan a tierra a caminar un poco.
Puerto Navarino es precioso. Sus verdes, sus islotes, su cielo azul y su aire puro. Hasta tiene un pequeño puente de madera que cruza por sobre un riacho de aguas cristalinas. Es sólo un puesto administrativo de la Armada Chilena y está impecablemente mantenido. Sus casitas de techo azul y paredes blancas hablan claramente del esfuerzo cotidiano de los escasos funcionarios. No es nada sencilla la vida en el fin del mundo.



A la hora del crepúsculo me impresiona ver a Ushuaia con las luces encendidas. No puedo creer lo que ha crecido esta ciudad. Está a no más de 7 millas en línea recta y el espectáculo es realmente majestuoso. Es la París de la Patagonia… A las 21h regresamos a tierra para hacer los papeles de zarpe y no perder tiempo mañana de madrugada ni molestar a ninguno de los oficiales a que nos atienda tan temprano porque es domingo.
La madrugada del 18 de marzo nos encuentra levando anclas para cruzar a las aguas argentinas. Luego del pequeño laberinto de salida de Puerto Navarino decidimos tomar la ruta de lo que se conoce como “Paso Largo” para cruzar el Canal Beagle de lado a lado desde Navarino a Ushuaia. La opción, el Paso Corto, es cruzar entre los bajos de los Islotes Bridges, lo cual no es posible sin altísimo riesgo, derivado de -otra vez – nuestros deliciosos 4 metros de calado. Lo que debería ser una navegación de una hora en línea recta se transforma en una de 5, pues debemos seguir por el Beagle en dirección E hasta el Faro Les Eclaireurs (Argentina), virarlo dejándolo por nuestro babor y regresar apuntando directamente al Puerto de Ushuaia, exactamente enfrente de Puerto Navarino.






Cuando creemos estar en el límite internacional de las aguas, el ceremonial –y la buena educación por encima de él-, nos obliga a arriar la bandera del país cuyas aguas nos han acogido (Chile) e izar la del nuevo país a cuyas aguas ingresamos, Argentina. Me permito arriar el pabellón chileno, lo que hago con muchísima emoción. Lo pliego cuidadosamente y espero poder entregarlo a los Almirantes Alberto Mantellero y Daniel Arellano si la vida me da la oportunidad.
Notas al pie
(1) Un grande del mar austral, el mono Damilano zarpó para siempre el 27 de julio de 2021. Un triste albatros me trajo la noticia mientras corregía este capítulo. La última imagen que me quedará del Mono es la del casual encuentro relatado: engarzado en el Sur, saludándonos de barco a barco. Ambos ignorábamos que era una anticipada despedida. Buenos vientos en el paraíso de los navegantes, Mono!!
[i] Yokcushlu era miembro de una familia kawésqar que vivía en la zona occidental de Tierra del Fuego. A comienzos de 1830, el bergantín inglés HMS BEAGLE pasó por la zona donde ella vivía, inspeccionando los canales fueguinos. Después de que un bote utilizado para esta tarea fue presuntamente robado por un grupo kawésqar, el capitán del BEAGLE, FitzRoy, tomó cautivos a un grupo de ellos, con el fin de negociar la devolución del bote. Las escaramuzas entre los tripulantes del barco inglés y los habitantes del lugar duraron varias semanas, durante las cuales algunos rehenes lograron escapar y otros fueron capturados. FitzRoy afirmó que mantuvo como rehén a Yokcushlu, de tan solo nueve años, porque parecía feliz y saludable y porque deseaba enseñarle inglés. Su carisma la convirtió en una persona popular a bordo del BEAGLE. Fue nombrada Fuegia Basket, en referencia a la pequeña e improvisada embarcación con forma de canasta, que construyeron los miembros de la expedición a quienes les robaron el bote.
Además de Yokcushlu, durante el primer viaje del BEAGLE también fueron hechos cautivos Elleparu (York Minster), de 26 años; Boat Memory, de 20 años; y Orundellico (Jimmy Button), de 14 años. Los nombres fueron asignados a partir de anécdotas del viaje y las edades fueron estimadas por los captores. FitzRoy decidió llevar a los cuatro cautivos a Inglaterra, educarlos bajo las costumbres europeas, instruirlos en la religión cristiana y devolverlos a Tierra del Fuego para actuar como «ejemplos morales» ante su propia gente y como intérpretes para las expediciones inglesas. Durante el viaje a Inglaterra, los cautivos fueron vacunados contra la viruela en Montevideo. Allí, Yokcushlu se quedó con una familia inglesa, mientras que los cautivos hombres permanecieron con FitzRoy. (Fuente: Wikipedia)
[ii] Growlers: icebergs planos que casi están al ras del agua. Si son pequeños, con sol en contra no se ven.
Escritor y navegante