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¡Darwin a Proa!
Capítulo XXV de la historia narrada por Ricardo Cufré sobre el viaje del velero italiano Adriática, siguiendo los pasos del naturalista inglés Charles Darwin, quien a bordo del HMS Beagle, hiciera este periplo en el siglo 19. Ya próximos al final del viaje, nuestros veleristas enfrentan varios desafíos en cercanías de la Isla de los Estados. ¡Vamos que zarpamos!

Fecha de publicación: 18/08/2021

Ricardo Cufré, segundo de a bordo (der) y Filippo Mennuni, capitán del Adriática | Foto: RC

Decisiones urgentes

Estábamos en Puerto Hoppner en una situación algo comprometida pues luego de un día de protección absoluta, de repente recibíamos un nuevo viento de rebote muy fuerte en nuestro lugar de fondeo. Dábamos vueltas con el barco sin poder hallar otro sitio conveniente. Quedaba poco tiempo de luz y todo indicaba que había que tomar una decisión que no nos gustaba en absoluto: pasar el mal tiempo en el mar y que nos empuje hacia el NE, quién sabe por cuánto tiempo, dejándonos en una futura posición muy incomoda para seguir viaje a Puerto Madryn.

Yo había dejado a Fil al timón, para meterme en el barco a revisar posibilidades de alguna opción.

El circulito que hallé dibujado en el croquis correspondía a la boya de la Armada Argentina, a la que amarra el aviso naval que cada mes y medio lleva el relevo de guardia y todo lo necesario de equipos, combustible y vituallas para el mantenimiento en funciones del Destacamento de Puerto Parry. Ahí debía estar la gran boya. Recordé la misma situación en Puerto Profundo, en donde también “debía” estar la boya de la Armada Chilena, pero que no fue así. Sin embargo, mi pequeña sensación de desesperanza ante tal posibilidad duró apenas un segundo pues en Parry cada 45 días hay reabastecimiento y relevo por lo que esa boya está en funciones. Fijé mentalmente nuestra posición en la “carta” de la pantalla de la computadora y calculé distancias para saber más o menos cuánto tiempo de luz teníamos para ingresar a la caleta en, más o menos, una forma segura y luego tomarnos de aquella boya salvadora.

Me puse nuevamente la capucha en la cabeza y salí a ver a Fil que estaba “allá”, soportando el viento y la lluvia, que ya era más horizontal. Me llamó la atención lo rápido que se estaba yendo la luz, lo que no jugaba a nuestro favor porque la entrada a Puerto Parry era bastante difícil en la oscuridad y además en la mitad de la longitud del estrecho fiordo había una pronunciada angostura de pocos metros de ancho. Para tener una idea, la caleta entera semeja muy bien a un inmenso reloj de arena. Como podrán imaginar, la boya de la Armada y el Destacamento Naval estaban cruzando la angosta cintura del reloj.

Tengo un plan “B”, le dije. Y continué absolutamente convencido de la posibilidad.

“Si salimos ya mismo de acá calculo que llegaremos con algo de luz a la entrada de la próxima caleta a estribor, muy cerca. En su interior y más o menos a la mitad de ella hay otra entrada y otra caleta muy angosta y larga. Al final de ésta hay una boya de la Armada. Allí podemos amarrarnos y olvidarnos del viento, pues es la boya que utilizan los barcos de la marina. Estamos a unas 5 millas y media de la boya. Tenemos sólo unos 45 minutos de luz. Debemos dejar de dar vueltas buscando un lugar por acá y zarpar ya”.

“Vamos”, dijo sin dudar. Miró a proa y sonrió. O eso creí.

Cuando finalizó la virada, la Adriática tuvo su proa mirando hacia la angosta salida entre las rocas, que se iba desvaneciendo más por la llegada de una bruma que por la falta de luminosidad. Ahora la lluvia me daba a mí en la cara y a Filippo en su protegida nuca. No es manera de tratar a quien trae una solución. El viento del SW nos llegaba casi de popa, al menos hasta que saliéramos al mar.

Damiano y Marco ya habían finalizado de rescatar los largos cabos que habíamos utilizado como amarras a tierra y estaban terminando de fijar el dinghy a bordo. Todas las maniobras implicadas para nuestro escape de Hoppner fueron hechas rápida, segura y simultáneamente. En proa, todo estaba perfectamente amarinado y listo para fondear rápidamente en caso de necesidad.

Bajé para avisar por radio a Puerto Parry nuestra posición y decisión. Luego de varios minutos de intentarlo sin éxito, me contesta la estación de Bahía Buen Suceso, quien informa que la antena del VHF de Parry está dañada y que él se comunicaría por otra vía para avisarles de nuestro inminente arribo.

Nos estábamos acercando a la salida. La profundidad disminuye mucho y estamos en menos de 20 metros. El radar, en su menor escala de trabajo marca nítidamente los perfiles de las rocas, y el dibujo en la pantalla está muy cerca del centro de la misma, o sea… de nosotros. Miro por las ventanas y veo pasar las rocas de la entrada ahora por la otra banda. A poco de pasar por entre ellas, la Adriática se escora hacia estribor. Turbulencia mecánica que deberá desaparecer tan de improviso como llegó.

La Adriática escora hacia estribor | Foto: RC

Navegamos lo más cercano a la costa que permitía el sentido común y siempre controlando las profundidades y el radar. La noche nos pisaba los talones. Buscaba luces en tierra que nos indicaran algo, pero en vano. No hay. Nadie viene por estos lados, en forma regular, sólo la Armada Argentina en funciones de patrullaje, de relevos de su personal en diferentes sitios, mantenimiento de faros, misiones de entrenamiento o rescate.

Arreciaba la lluvia nuevamente y la niebla cubría casi todo. La isla se iba diluyendo en el gris oscuro que tenemos a proa. Nuevamente, la entrada, la navegación interna y las maniobras de aproximación serán realizadas ciegamente, por radar. Estamos navegando a vela, con el genoa un poco desplegado. Las sombras ya se parten sobre las cinceladas montañas de la costa, la tenue lluvia y la bruma ya cubren casi todo. La lluvia es muy densa y el radar sólo me permite adivinar dónde está la entrada. Cuando estemos más cerca, lo sabré con más exactitud.

Los truenos son infernales. De vez en cuando y por un instante vemos aparecer de la nada y a proa estribor el perfil tenebroso de la isla debido a la luminosidad difusa de los relámpagos. La naturaleza parece estar en falso contacto. La negrura se adueñó del horizonte del E y su hermano de enfrente lo va imitando sin titubear. La costa se acerca. Sólo falta una milla y a esta velocidad, en 10 minutos estamos entrando. Se lo informo a Filippo. La Dama Roja se mueve hacia una y otra banda, es un péndulo de 49 toneladas que le hace más caso a la física que a nuestros deseos.

Amainó un poco la lluvia y en el radar pude distinguir la entrada perfectamente. Le pido a Fil que caiga unos grados a babor y le indico el rumbo justo. “Esa proa, Fil”, le digo por radio. Minutos más tarde estamos, lentamente, pasando entre las rocas de la entrada. Cruzo los dedos para que no se plante el motor ahora que tenemos rocas a ambos lados y cualquier corriente de componente lateral sería mortal. Ni pensar en un remolino ¡“a lo Kirke”!  La bruma es casi total, pero algo vemos. En el interior de la caleta hay un bajo fondo de sólo 5 metros cuya ubicación no es muy exacta que digamos, entonces disminuimos la velocidad. Ahora la tarea es hallar una luz blanca que marca la enfilación del segundo acceso.

Las aguas se han calmado como por arte de magia y el viento también. Los árboles de la parte superior de las altas montañas que nos rodean hacen el sonido característico cuando el viento se enreda entre sus ramas. Aparece la luz de la enfilación, en donde sospechábamos que debía aparecer. Eso indica que estamos bien ubicados y que el bajo fondo no es peligro. Continuamos el lento avance.

Casi sin lluvia, el contorno del fiordo se dibuja perfectamente en la pantalla del radar. Justo arriba del punto central, falta el trazo: Es la angostura, la entrada a la segunda caleta… y justo debajo del centro de la pantalla también falta el trazo, es la entrada que ya pasamos. Hay varios de nosotros mirando a proa y escuchando con mucha atención. De repente, un relámpago más duradero que los otros nos ilumina la perspectiva de lo que será la segunda caleta. Es impresionante ¡Angosta y larguísima!  También vimos la estrecha entrada entre dos grupos de grandes rocas. Parece imposible pasar por ahí. Pero sólo lo parece.

Entrada a la segunda caleta | Foto: RC
Destacamento naval Luis Piedrabuena | Foto: RC

Pasamos por entre ellas y accedemos a la segunda caleta, al fondo de la cual está el Destacamento Naval Luis Piedrabuena, de la Armada. Asumo que la única luz fija que se divisa en la lejanía es ese destacamento ¿Quizá la han encendido para nosotros? Aún no tengo respuesta radial.

Unos minutos de navegación que parecen eternos y aviso que ya se tiene que divisar la boya pues yo la “veo” en el radar. Efectivamente, unos minutos después, decenas de metros a proa y algo a la derecha, aparece la gran boya entre la suave lluvia. Deja de llover y las nubes se diluyen un poco. Un último estertor de luz nos permite ver perfectamente. Preparamos las amarras. Al llegar, Filippo acerca muy suavemente el barco a ella y Martín salta arriba de ese tremendo cilindro negro de unos 3 metros de diámetro y comienza a pasar amarras por el gran arganeo[i] que tiene en su centro. Les pido a los muchachos que pongan doble amarra por cada porta espía de proa. Todos queremos dormir tranquilos.

En pocos minutos la maniobra se termina satisfactoriamente. Martín regresa a bordo y todos nos sentimos sanos y salvos. Ordenamos la cubierta y afirmamos todo lo que pueda volarse, aunque el viento es cero. Las montañas que nos protegen lo hacen a la perfección. Si hay algún willywaw de noche sólo quiero que se lleve los malos sueños, si es que alguno los tiene. Las luces de cruceta iluminan nuestra cubierta y casi nada más. Fuera de su cono de vida, todo es negro, todo es misterio. La imagen me recuerda un verso de un poema de Miguel Hernández que otro inmenso, Serrat, lo hizo canción: Menos tu vientre, todo es oscuro…

La Dama Roja a la boya en Puerto Parry | Foto: RC

La noche se aclaró de repente.  El escaso cielo que nos permiten ver las montañas está plagado de estrellas y de vez en cuando una densa nube con bordes iluminados desde arriba lo cruza muy velozmente. El viento debe correr a velocidades asombrosas. Qué suerte estar acá, protegidos por la misma naturaleza que no lo haría en mar abierto. Me estremezco ante el pensamiento de estar afuera, a su merced…

Pienso en dónde nos encontramos y no puedo asimilarlo aún. Esta isla para mí no es “una más”. Algo me une a ella, algo que late desde un íntimo y antiguo tiempo, que convoca a cierta nostalgia que emerge de profundis. Con su historia de negras tempestades eternas, naufragios terribles, gélida prisión de seres mitad humano mitad monstruos y faro de fantasía, esta isla iluminó con luz tenebrosa parte de mi mundo de infancia. Me atraía y le temía.

Supe de ella en la Escuela Primaria y fue un lugar lejano e inalcanzable, quizá irreal. Siempre “allá abajo”, misteriosa, viviendo entre nieblas y relámpagos que saltan de horizonte a horizonte, la Isla de los Estados parecía recibir una constante patada de puntín [ii] de su hermana mayor, la de Tierra del Fuego, alejándola de sí como a un temido fantasma.

Pudiendo venir aquí, quizás los dioses nos han compensado por no haber podido ir al Cabo de Hornos, pero una compensación con creces, pues el Cabo de Hornos es “una esquina muy concurrida” de la gran ciudad del mar[iii] , muy famosa, en cambio esta isla es casi ignota y no muy visitada por los navegantes a vela. El único lugar con actividad humana es Parry. Si llega un velero al año es un acontecimiento que queda registrado en el libro de visitas, amén de ser recibido con mucha alegría por toda la población isleña:  los 4 integrantes del Destacamento Luis Piedrabuena. Creo que en no muchos lugares del mundo la tripulación de un velero tiene la oportunidad de compartir la mesa de la máxima autoridad del lugar.

Supongo que desde el destacamento alguien nos observa, cónicamente iluminados. Apago la luz de crucetas e instantáneamente aparecen las montañas que nos rodean. Sus cumbres parecen macabras dentelladas dadas a un cielo azul casi negro. Las montañas son gigantes llamas negras congeladas, fantasmas de obsidiana.

A proa, en el fondo de la caleta, una muda lucecita en tierra nos grita que hay vida. Hacia el lado opuesto, la salida, las dos luces de la enfilación se encienden y apagan en secreto diálogo. O acaso sean dos caídas estrellas fugaces que equivocaron su destino y agonizan acompasadamente.

De Hoppner a Pto. Parry | Foto: RC

Puerto Parry

Llamada así en honor al Jefe del Servicio de Hidrografía Británico al momento del arribo a la isla de la expedición de Foster, en 1828. Esta caleta es quizá la más protegida de los vientos y del mar en toda la isla. Su acceso se halla dentro de otra y entre las dos forman la figura de un reloj de arena muy alargado, como dije, con la burbuja superior algo deformada hacia el lado izquierdo. Corre casi en dirección N-S con una angostura rocosa muy estrecha en su parte media y su bocana de acceso está sobre la costa Norte de la isla.

Escoltada por cadenas de montañas a ambas márgenes, esta caleta tiene pequeños lagos en las hondonadas de las crestas de esas montañas. Es fácil hallar varios hilos de agua que caen al mar y que nacen del deshielo o de las lluvias que desbordan esos pequeños lagos de las cumbres.  Al final de esta larga y angosta caleta hay una diminuta playa de piedras en la que se levanta –como una bofetada a la adversidad -, un sencillo destacamento de la Armada Argentina, llamado Luis Piedrabuena.[iv]

El mismo está formado por una media docena de pequeñas y espartanas construcciones que albergan al escaso personal naval que cumple funciones de su mantenimiento y ejercicio de la Soberanía Argentina. Como en las cercanas bases antárticas argentinas, también en esta isla hay servicio postal y funciona a la perfección. Azorados de hallar una “posta” en estas latitudes, mis compañeros de viaje enviaron cartas a sus casas. [v] El matasellos de Parry es demasiado valioso para cualquier persona con cierto sentido, placer y respeto por la aventura como para perder esta única oportunidad en la vida para conservarlo como recuerdo de un viaje irrepetible.

Estafeta de Correo Argentino en Isla de los Estados | Foto: RC

La primera noche nos la pasamos escuchando el íntimo diálogo entre la boya y el barco. Este romance austral devenido concierto de percusión nocturna para boya y casco, “Arrullo Parrycida ”, interpretado por la Camerata de la Angostura, se produjo debido a la ausencia total de la más leve brisa capaz de alejarnos de nuestra cilíndrica y flotante compañera.[vi]

Luego de una supuestamente reparadora noche nos levantamos preparados para continuar el viaje, ilusión que sólo duró unos minutos. El informe del meteofax recibido durante el comienzo del desayuno era claro: Eolo nos lanzaba su artillería pesada, compuesta de una cadena de varios centros de baja presión que pasaban al sur nuestro, dejándonos de regalo generosos vientos NW y W de no menos de 45 nudos. Tal circunstancia nos trajo dos certezas: una es que hoy, 26 de marzo, no zarparemos y la otra es que ignoramos cuando lo haremos pues no sólo este tren de centros de baja es absolutamente normal en estos lugares y fechas, sino que según parece tiene muchos vagones.

Una de las características de estas aguas tan protegidas es que cuando el viento penetra en ellas no tiene lugar suficiente para generar olas y se da el curioso caso de que puede haber mucho viento, pero sin ola, lo cual a veces ofrece un verdadero espectáculo, como tuvimos oportunidad de presenciar.

El agua se presenta tan calma que las montañas se reflejan en ella. De repente un suave sonido a viento baja por las laderas. Segundos después, a cierta distancia de la costa hacia donde miramos, el brillo y las imágenes reflejadas desaparecen, como cubiertas por un manto traslúcido, opaco y de límites sinuosos. Una mancha oscura de dudosos contornos redondeados comienza a extenderse en alguna dirección sobre el agua, como una peste. Se genera así una superficie de pequeñísimas olitas que destruyen cualquier reflejo. Es la “base” del viento, la que toca el agua. Por encima de esa superficie, si pudiéramos ver (con lluvia fina se puede), observaríamos la forma del viento, una turbulencia horizontal como una inmensa máquina barredora, o vertical, como una micro tromba, ambas giratorias. A veces esa mancha se expande en forma de abanicos, como si el viento se derramara sobre el agua (en realidad, así lo hace cuando finaliza su zambullida por la ladera de la montaña). Cuando la velocidad supera cierto valor, sobre esta superficie oscura se generan olas algo más altas, quizá de unos 15 cm. con crestas a las que el viento les arranca un tenue spray que corre más rápido que estas olas y en direcciones que delatan la trayectoria del aire. A veces, esta trayectoria coincide con la de los abanicos en expansión, pero a veces no, pues la turbulencia lo desordena. La mancha oscura se acerca a nosotros, pero nos sorprende, pues el viento llega antes a nuestras caras que las olitas al casco del barco. Hay un retraso de algunos metros, de algunos segundos, dependiendo de la forma de la turbulencia.

Si aumenta aún más la velocidad, las olas ya tienen la capacidad de hacer rebotar la proa de un gomón (sí éste se mueve rápido) y obligan a la reducción de velocidad de navegación pues salpicaría bastante. Con más viento aún, tal gomón se tornaría bastante difícil de gobernar, pues el viento lo haría derivar casi descontroladamente.

Lo interesante de esto es que las olas así formadas dentro de espejos de agua cerrados no aumentan más allá de los 30 cm de altura, aproximadamente.  Esto lo he presenciado hasta los 60 nudos de viento fondeados en Ushuaia y los 67 entrando al “Fiordo de los delfines leales” a motor, con el catamarán Brumas Patagonia hace 9 años. Por suerte en Parry no tuvimos 56 nudos, pero sí sus 40 de a ratos. Veamos el lado bueno: esos 40 nudos nos alejaban de la inmensa boya metálica regalándonos la muy ansiada ausencia del grave bombo legüero, más torturólico que folclórico.

Durante la primera mañana, sabiendo que no nos marcharíamos, esperamos las condiciones propicias para poder desembarcar en forma segura y saludar oficialmente a quienes estuvieran en tierra. Mientras tanto, lo que desde a bordo se observa es que no existen en tierra 20 metros lineales llanos, que a medida que subimos la vista los árboles se pliegan más y más delatando la dirección de los vientos y que las montañas están muy erosionadas. Por encima y a la derecha del grupo de 5 casitas se puede observar una hermosa cascada con varios saltos, muy alta y angosta. (“Chorrillo”, lo llaman acá y de él obtienen el agua dulce, según nos dijeron después). Es la más grande de todas las que se ven en esta caleta.

Hacia el mediodía al fin pudimos desembarcar. Previamente logramos establecer comunicación radial y solicitamos la autorización correspondiente, la que nos fue concedida de inmediato y muy cortésmente. Llevamos una tarta de manzana hecha por Filippo a modo de presente, como era habitual en los antiguos embajadores que llegaban a nuevos reinos en la época en que un leve error de protocolo podía continuar con un íntimo cuchillo en la garganta.[vii]

Los cuatro integrantes del destacamento nos recibieron como si nos conocieran desde hace años. Hacía sólo diez días que habían llegado a la base y aún faltaba algo más de un mes para que los releven, y no es nada habitual que se acerque un velero a este lugar. El quinto -y último- habitante de toda la isla era el más contento de todos: un perro llamado Gregorio, perteneciente al comandante de la Base, Teniente Petrabona.

Los cuatro integrantes del destacamento nos recibieron como si nos conocieran desde hace años | Foto: RC

La población estable de toda la isla son estas cuatro personas, rotadas desde hace décadas. Su aislamiento del mar les impide hacer control de tráfico marítimo, como lo hacen en el destacamento de Bahía Buen Suceso del otro lado del estrecho de Le Maire, nuestra última escala técnica, pero su función es imprescindible: ejercer la soberanía argentina, que es algo mucho más concreto y complicado -por las consecuencias- de lo que la mera interpretación llana de ambas palabras sugiere.

Rápidamente se formó un cálido ambiente. No faltó el argentinísimo “mate” para los que se atrevieran y café o té para los que no. La tarta duró menos que un suspiro y como ambos grupos estábamos ávidos de las anécdotas del otro la conversación no sólo fue larga, sino que prometía ser continuada en las próximas visitas nuestras si las hubiera. El Comandante de la Base nos invitó a cenar empanadas, dado que uno de sus subordinados era de la provincia de Salta y tenía fama de hacerlas muy ricas. La invitación fue aceptada de inmediato.

Como el clima iba empeorando y los partes meteorológicos informaban que no iba a cambiar en lo inmediato, nos teníamos que quedar en Parry “obligados por las circunstancias” (ejem). El lugar era perfecto, la comida lo era más, el ambiente era cálido y el paisaje de la caleta con la Adriática a lo lejos, mansa como una vaca roja pastando en agua azul, era un hermoso cuadro bucólico.

Paisaje de ensueño | Foto: RC

¿Para qué tomar decisiones apresuradas, más impulsada por nuestra briosa juventud que una sosegada meditación y arriesgar en balde la vida luchando contra la furiosa tempestad desatada impíamente sobre nuestras cabezas? ¿Falta sembrar acaso, con valientes tripulaciones y capitanes de excepción, el inmisericorde y oscuro lecho marino? ¿Qué razones podrían esgrimirse como para correr el riesgo de alimentar esa infortunada lista jamás suficientemente honrada?

Sabiamente y luego de una titánica lucha interna, de esas que dejan el alma hecha jirones, nuestro sufrido Capitán Pilu… eh… Filippo, decidió esperar el tiempo favorable para nuestra zarpada. Cuando nos lo comunicó, hicimos de tripas corazón y sólo movidos por el bien ganado respeto a su autoridad y persona, acatamos sin chistar siquiera su tan triste orden. Más de uno, para calmar su angustia por saber que deberá permanecer obligado en este paraíso, se dio un atracón de empanadas salteñas que quedó asentado en el libro de visitas del Destacamento, para justificar el próximo pedido de otra media res para hacer carne picada. En fin, un ejemplo más del sacrificio al que la vela nos compele a veces…

Notas al pie:

[i] Arganeo: aro metálico. Generalmente enhebrado en otro que está fijo, así tiene cierto movimiento.

[ii] Viendo el mapa, es la Península Mitre (Tierra del Fuego)  la encargada de ese “puntín”.

[iii] En el año 1996 cruzaron el meridiano de Hornos o estuvieron en zona 314 veleros.

[iv] Llamado así en honor al gran marino argentino que durante una parte del siglo XIX se dedicó a salvar náufragos de cualquier bandera, lo que oportunamente le significó una distinción de la Reina Victoria. Piedrabuena realizaba también actividades  de lobero (la isla era suya y luego se la donó al Gobierno Argentino) y fue protagonista de una de las epopeyas  personales más grandes de la historia de la navegación a vela mundial: perder su nave en una tormenta en la costa de esta isla y construir otra con los restos del naufragio, en pleno invierno austral, salvando así la vida de sus 5 tripulantes.

[v] Meses después, ya en Italia, me comunicaron que cuando llegaron a sus casas, a todos los esperaban desde hacía unos días las cartas y postales que ellos mismos se habían enviado desde la oficina postal del Correo Argentino de Puerto Parry. Sé que las conservan como lo que son: un verdadero tesoro. El matasellos de Parry, como el de las bases Antárticas, es de colección.

[vi] Para los que se fijen en detalles náuticos, no hubo daño en el casco porque habíamos tomado los recaudos pertinentes.

[vii] De “Poema conjetural”, Jorge L. Borges, Bs. As. 1964.

Por: Ricardo Cufré
Escritor y navegante

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