





Atrapante Isla de los Estados
Estando en Puerto Parry, para bajar a tierra nos turnábamos y también lo hacíamos para pasar la noche en la base, un privilegio que pocos habitantes del mundo tienen. Al amanecer, quienes dormían en tierra eran despertados por un delicado y sugerente aroma a pan casero recién hecho, un lujo que puede alterar severamente las más profundas intenciones personales de continuar navegando. Continuaba el día en tierra con la pesada y riesgosa tarea de ver películas en DVD, hacer algún safari fotográfico por la costa, respirar el más puro aire del planeta y con aroma a verde arisco, en fin, todas actividades cuyo importante desgaste físico tratábamos de compensar con delicatesen varias.
Retribuimos la invitación de los Infantes de Marina con una cena a bordo, típicamente italiana: la pasta, bien acompañada con unos vinos exquisitos que, cual submarinos furtivos, emergieron como por arte de magia de misteriosas, oscuras y profundas calas cuya ubicación a bordo continuará siendo alto secreto de estado. Las entrañas de la Adriática esconden pliegues inescrutables.



Lentamente la Isla de los Estados se transformó en un Walhalla del que cada día era más difícil alejarse. Cómplice con nuestros deseos el clima nos impedía toda continuación del viaje, según se desprendía de los informes que recibíamos 3 veces al día.
Una mañana amaneció lo suficientemente soleada como para que algunos valientes hicieran trekking por la montaña, llegando a algunas cumbres. Obviamente Paola era de los valientes. Como consecuencia tenemos bellas fotos de la Adriática tomadas desde arriba, lo cual es una perspectiva excepcionalmente rara para todo velero, aunque se pierda en la inmensidad del paisaje. (Hoy con drones esta afirmación sería inverosímil).
Los días fueron pasando y poco a poco la necesidad de zarpar se hizo más manifiesta. Todo es hermoso, pero nuestro objetivo no es quedarnos ad aeternum en una caleta austral. El problema es que en las cartas sinópticas que recibíamos no hallábamos una “ventana” climática favorable para a continuación del viaje.



Según la información que manejamos, el mal tiempo puede durar una semana seguida y nosotros ya llevamos ese tiempo y no hay signos de que cambie favorablemente. Todos los días cambiamos opiniones con Filippo al respecto y fuimos llegando a una conclusión, que es la que no podemos confiar más en que mejore el tiempo. Saldremos cuando creamos que la fuerza del viento baje lo suficiente como para que no sea muy esforzado para el barco y la jarcia. No olvidamos el “detalle” que el obenquillo bajo de popa-estribor tiene no menos de dos cordones cortados (solo vemos el exterior del cable, de los cordones internos no sabemos nada). Eso significa que deberemos evitar en todo lo posible virar a babor para no recibir el viento por el lado de estribor del barco y así no someter la jarcia de barlovento a las tremendas tensiones de trabajo bajo la presión del viento. Eso significaba que el rumbo a Madryn debía ser directo y con el viento del lado de babor y dado el mal ángulo de ceñida del barco (ah… ese palo mesana ausente, ¡qué pena!) el viento real no podía venir de cualquier lado, obviamente. Debía ser entre WNW y SSW, aproximadamente. La distancia a recorrer es larga, unas 1200 millas, de las cuales, las primeras 200 pueden ser bastante complicadas, con vientos muy fuertes del W o lo que sería mucho peor, del NW. El objetivo era llegar a la latitud de la Ciudad de Río Gallegos, para escapar de la influencia de los centros de baja presión del sur.
A la Base de Submarinos
El día 31 de marzo zarpamos de improviso, por la tarde. Una pena no poder despedirnos personalmente de nuestros amables amigos de la Armada y lo hicimos por radio. Dejé ese paraíso con sentimientos opuestos, porque me hubiera gustado quedarme más, pero también tenía muchas ganas -clara necesidad- de comenzar a sentir que el fin de este largo viaje no era una mera utopía.
La decisión de salir al mar fue tomada debido al acercamiento de una pequeña ventana climática que no era como las comunes que nos hubiesen dado 2 o 3 días de buen tiempo para escaparnos en busca de menores latitudes, sino que la “oportunidad” no era más de medio día con vientos fuertes en vez de muy fuertes. No había nada mejor. Era un pequeño espacio entre dos centros de baja presión con isobaras muy juntas. Debíamos superar cuanto antes 2 grados de latitud hacia el N y estaríamos en una zona bastante más “confortable” para navegar hacia Puerto Madryn con escotas algo filadas. También fue Martín a bordo de la boya para liberarnos.



El día era precioso, de un cielo soleado muy intenso y hermosas nubes, que combinaban con un agua de azul profundo. Recibíamos unos 30 nudos de proa y con 2 manos de rizos y tormentín se aguantaba dignamente. No era un paseo por el parque ni era una tortura. El cabeceo de la Adriática no era grave y avanzaba muy bien, pero a la noche…
A la noche se acabó la “ventana” y comenzó a soplar pasando los 40 nudos del W. La cosa se ponía brava, pero reconozco que pudo ser mucho peor, pues de haber soplado del NW nuestro rumbo de navegación hubiera sido un desastre y en vez de hacer un perfecto rumbo N, hubiéramos ido a parar a las Islas Malvinas. (En tal caso, ya habíamos decidido que era más conveniente regresar a Parry). La escora era muy pronunciada y la Adriática cabeceaba mucho. De vez en cuando golpeaba y no veíamos nada, porque se había nublado. La constante espuma que se levantaba en proa delataba a las luces de navegación, cuyos resplandores se expandían con el mismo ritmo que los fuertes cabeceos. El otro enemigo era el intenso frío. Creo no exagerar si afirmo que esa noche debe haber sido la más fría de todo el viaje. (Sí…sí. Ya sé que lo dije cuando describí nuestro frustrado intento de ver el glaciar al final del estero Eyre, luego de dejar el Canal Grappler…pero es que el frío tiene esa capacidad de autosuperación que es verdaderamente envidiable).
El mar estaba muy duro. El viento presionaba el traje de agua y toda la ropa contra mi cuerpo cuando no podía repararme tras el panel de instrumentos de la timonera. Sentía esa caricia de la ropa tibia, pero tenía muy fría la superficie de mi piel. A veces me arrodillaba y me acurrucaba escondido en el fondo del cockpit del timón y la inercia, que siempre retrasa un poco el movimiento de nuestro cuerpo respecto del barco, me aprisionaba el estómago contra el borde de la cubierta. No tenía mareo alguno, pero el frío comenzaba su lento desgaste revolviéndome todo el estómago vacío y comenzaron las fuertes contracciones, con las puntadas que se me clavaban en la cintura como un mordisco helado. No tenía nada para lanzar y el jugo gástrico que afloraba de vez en cuando daba a los dientes esa textura antideslizante y amarga. No me preocupaba en absoluto, pero cada espasmo era muy doloroso y no controlable. Sólo se trataba de pasar esta noche, porque mañana deberíamos estar en mejores condiciones de mar. Pasar la noche… Pasar la noche…Qué larga parece mi guardia ahora.
Poco a poco fueron apareciendo recreos entre las nubes. El cielo se había abierto un poco, pero el viento no amainaba. El mar estaba iluminado por luz de luna. Una infinita falange de alfiles blancos nos atacaba por babor y algunos de ellos se estrellaban contra nuestra proa, explotando e inundándolo todo. Era una tormenta limpia, solo viento y el movimiento del barco, especialmente en la popa, era un sube y baja que ya me tenía harto.
Un golpe espectacular de la Dama Roja en el mar hizo temblar todo. Temí por el palo. Los constantes cambios de velocidad del barco generan fuerzas en la arboladura, fuerzas de corta duración, pero de extrema tensión y elevada frecuencia de aparición, pues siguen el ritmo de las olas. Cada 6 o 7 segundos, el barco se frenaba y luego otra vez aceleraba. Si derivaba para navegar más suave, íbamos a Malvinas, así que seguíamos con esa proa. Con cada frenada, el palo tiende a irse para proa y con cada acelerada, hacia popa. Esto produce esfuerzos muy grandes de tracción en los cables que lo sostienen, y de compresión en el propio palo, que se curva y endereza alternativamente como un arco gigante en manos del arquero indeciso.
Para timonear, además de los guantes que usaba normalmente, me puse sobre ellos unos especiales muy grandes y anaranjados que compré en Ushuaia. Eran para trabajar en las zonas polares. Nunca me abrigué tanto en mi vida y nunca pasé tanto frío en una guardia. Para no sufrir sin sentido nos turnábamos con Ferdy al timón. Por primera vez en mis guardias de todo el viaje, el que no timoneaba se iba a esconder a la chubasquera para evitar una inútil pérdida calórica del cuerpo cuyas consecuencias siempre son malas. Al resguardo de la chubasquera se estaba “perfecto”, si no olvidamos adecuar el término a las circunstancias actuales. El problema era estar al timón pues no había reparo alguno y como no teníamos timón automático de repuesto, timoneábamos nosotros, para evitar el terrible esfuerzo que se transmite al mecanismo de gobierno y así disminuir la probabilidad de avería. Aún faltaba mucho para llegar a Italia.
A la mañana siguiente el cielo estaba todo gris nuevamente y el viento no perdonaba, pero la Adriática tampoco y navegaba muy bien. La vida a bordo era muy incómoda. Caminar era casi imposible, pero nadie se quejó de nada. No se perdió el humor y las guardias siguieron el orden establecido. A bordo éramos todos nautas de fuste y quienes no lo eran, nos engañaron perfectamente, empezando por Paola que nunca abandonó la sonrisa ni sus obligaciones, guardias incluidas.
A veces, el golpe de la proa era tan fuerte que la espuma que explotaba hacia ambos lados de la proa alcanzaba varios metros de distancia. Esos bigotes voladores no eran simétricos El que estaba del lado del viento se elevaba por el golpe contra la mejilla de la Dama Roja y curvaba sobre sí mismo hacia atrás, como el cuello de un cisne que hurga con el pico entre las plumas de su cuerpo, para luego lanzarse hacia nosotros, mojando todo el barco, llegando muchas veces casi hasta la popa. El otro bigote, el de sotavento, a favor del viento, se elevaba por el golpe y repentinamente volaba casi paralelo al mar alejándose del barco, como si huyera espantado por nuestro destino.
Al cumplirse las primeras 24 horas de navegación la sorpresa fue mayúscula: ¡¡habíamos superado los 3º de latitud!! Estábamos un poco al N de ¡Río Gallegos! Una singladura de 184 millas no la habíamos hecho jamás. Barco y tripulación cumplieron con su trabajo mejor de lo esperado. Tuvimos un día menos de sufrimiento. La decisión de Filippo de partir demostró ser muy acertada y por fin los benditos 4 metros de calado – que venimos arrastrando como una condena perpetua – sirvieron para algo. Siempre jugaron un papel muy importante en la navegación, pero esta vez fue a favor, en el mantenimiento del rumbo navegado dadas las condiciones en que se realizó.
El segundo día de navegación fue sensiblemente más cómodo y con un agregado que nos vino muy bien a todos: al bajar el viento y aparecer el sol varias horas en el día la temperatura fue en aumento y ya los más arriesgados permitimos que el sol acariciara nuestras pieles color blanco austral. Desde Higuerillas, acá a la vuelta de la esquina, en el océano de al lado, no tomábamos sol y desde que zarpamos de Isla de los Estados nadie comió nada pues las condiciones de navegación impedían cualquier maniobra en la cocina que fuera más compleja que agarrar una cucharita de café con ambas manos. Un día de ayuno le viene bien al cuerpo.
Ahora que aparecían los primeros rayos solares y subió la temperatura, el interior del barco y el cockpit de transformó en una feria americana de ropa usada de todo tipo, color, grados de humedad y olor. Un verdadero catálogo de sensaciones, una muy completa odoroteca. Se podían abrir un poco los tambuchos del techo del comedor y dejar que, entre algo de aire puro para ventilar el interior del barco, que nada tenía que envidiarle a las catacumbas.
Poco a poco fuimos recobrando la humanidad y la primera comida -y ¡caliente! – en poco más de un día fue la cena de hoy, primero de abril: sopa y arroz. La devoré en la timonera pues me agarró de guardia, para variar. ¡Un manjar!
El alba del tercer día de abril también me sorprendió al timón, esta vez con mi querido hermano menor, Martín, en lugar de Ferdy. El mar estaba sensiblemente más cómodo y la Adriática andaba muy alegre. Como el viento mejoró su ángulo de llegada al barco decidí arriar la trinquetilla y abrir el genoa. Esperé olas menores para ir a proa y al final me lancé.
El viento no era nada suave, por lo que arriar la vela sólo y luego aferrarla me llevó su esfuerzo. Arriar la trinquetilla de un palo de 27 metros de altura sobre cubierta tiene lo suyo, especialmente si está empapada, helada y una tenaz resistencia a ser plegada. En un determinado momento el barco metió la proa en el agua y resbalé. El agua que corría a raudales para popa me arrastraba y atiné a engancharme con el brazo del obenque bajo de sotavento. Quedé perfectamente aferrado enganchado de la parte interna del codo, pero otra ola descomunal se me lanzó encima y me sumergí por completo pues estaba acostado sobre la cubierta. Bajo el agua y sostenido por el obenquillo pude enganchar el arnés con la mano izquierda. Todo el océano Atlántico me entró por el traje de agua y la bota izquierda se llenó. Este pequeño percance no fue peligroso, por suerte y gracias al arnés que impidió que me cayera al agua pues una tercera ola me zafó el brazo del obenquillo. Al final de la guardia me cambié de ropa y puse a secar la usada. Fueron varias horas, pero para la tarde ya estaba perfectamente seca.
Caminamos muy bien pues hemos aumentado casi 9º de latitud en tres días. Todo marcha perfectamente y un humilde calorcito ya se hace sentir. De hecho, a todos se les dio por bailar zamba brasilera en cubierta pensando en Río de Janeiro y Florianópolis. (Neuroconsecuencias del frío padecido en la cabeza). Al atardecer entramos en la zona de alta presión y el viento decayó bastante.
Un delicioso SW de 16 nudos nos levanta por la mañana del cuarto día. No hacemos escala en Madryn, imposible. No hay tiempo. Los 9 días en Parry arrasaron con las fechas previstas y no podíamos retrasarnos más. Vamos directamente a la Base de Submarinos de Mar del Plata. Es un día glorioso. La tripulación está tan contenta que decide lavar todo el barco, cantando. Lo dicho: las neuroconsecuencias del frío, que se manifiestan de diversas maneras. Éste es el típico síndrome del “Motín al revés”: todos quieren trabajar. Que les continúe la locura unos días más. El viento sigue cayendo y al atardecer, un verdadero incendio que me hizo recordar el amanecer en Paso Kirke, tuvimos que encender el motor. Estábamos casi en el centro de una zona de alta presión con poca ola, la vela mayor y el “viento verde” del motor, la Adriática iba a 8 nudos. Una maravilla. Soñado.
El barco estaba ordenado, limpio, ventilado. Cocina, horno, camarotes y baños parecían quirófanos. La cubierta y carroza nunca más limpias, el dinghy verificado y bien fijado a su cama desde Parry no se movió un centímetro. Ninguna vela rota. El obenque enyesado en perfecto estado. Maravilloso. Gozábamos de este día hermoso y según la meteo iba a continuar así. Como la vida, el mar es un océano… de sorpresas. Todos estábamos en cubierta gozando del dolce fare niente.[i] Eso creí, porque no me percaté que faltaba uno.
En medio de esta bucólica hora que invitaba a la filosofía, los recuerdos, buena música y mejores tentempiés…aparece Damiano, recién salido de la sala de máquinas. Tenía medio cuerpo asomando al cockpit y la cara demudada como si lo persiguiera el fantasma de la Estanciera 66…
“¡¡Paren!! El motor. Se ha ¡¡roto!!»
Nota al pie:
[i] Pronunciado por nosotros como dolchefarniente. En italiano significa “dulce hacer nada”.
Escritor y navegante.